Introducción

La Diócesis de Santo Domingo en 9 de Julio, extendida a lo largo de 57.016 kilómetros cuadrados, se encuentra formada por los partidos bonaerenses de Bragado, Carlos Casares, Carlos Tejedor, Florentino Ameghino, General Pinto, General Viamonte, General Villegas, Hipólito Yrigoyen, Lincoln, Nueve de Julio, Pehuajó, Pellegrini, Rivadavia, Salliqueló, Trenque Lauquen, Tres Lomas y Veinticinco de Mayo. En consecuencia, como es factible suponer, su estudio debe ser analizado desde diferentes vertientes temáticas y aplicando la interdisciplinariedad en la aplicación del método histórico. Pero, debe tenerse en cuenta que la Historia de la Iglesia Particular de 9 de Julio, forma parte de área del conocimiento mucho más amplia que es la historia eclesiástica; y, en efecto, no puede limitarse solo al estudio fáctico, del hecho en sí -estructura fundamental de todo relato-; mas, descontando la inexpugnable contextualización temporal, debe tenerse particular cuenta que, en este orden, todo suceso está íntimamente ligado al proyecto salvífico de Dios: la Iglesia es Cuerpo místico de Cristo.
El papa León XII sugería que “la historia de la Iglesia es como un espejo donde resplandece la vida de la Iglesia…”.
“Mucho mejor aún –decía el pontífice- que la historia civil […], demuestra aquella la soberana libertad de Dios y su acción providencial sobre la marcha de los acontecimientos. Los que la estudian, no deben nunca perder de vista que ella encierra un conjunto de hechos dogmáticos que se imponen a la fe […]. Esta idea directiva y sobrenatural que preside los destinos de la Iglesia es, al mismo tiempo, la llama cuya luz ilumina la historia"(Cfr. Encíclica "Depuisle jous", dirigida al episcopado francés, 8-IX-1899).
Para el historiador Hubert Jedin, “la historia de la Iglesia sólo puede ser comprendida dentro de la historia sagrada; su sentido ultimo sólo puede integrarse en la fe. La historia de la Iglesia es la continuación de la presencia del Logos en el mundo (por la predicación de la fe) y la realización de la comunión con Cristo con Cristo por parte del pueblo de Dios del Nuevo Testamento (en el sacrificio y sacramento), realización en que cooperan a la vez misterio y carisma"(Cfr. "Introducción a la Historia de la Iglesia", en “ Manual de Historia de la Iglesia”, Barcelona, Herder, 1966, tomo I, pág. 32).
LAS FUENTES PARA EL ESTUDIO
Para el estudio de la Historia de la Diócesis de 9 de Julio existe un conjunto de fuentes escritas de significativo valor. Como sostiene Jesús Álvarez Gómez cmf , "como en cualquier otra rama de la Historia", el método utilizado por la historia eclesiástica, tiene la característica de ser Critico, desde el punto de tender a "examinar rigurosamente las fuentes, según las técnicas propias de la crítica interna y externa"(Cfr. “Manual de Historia de la Iglesia”, Madrid, Publicaciones Claretianas, 1987, pág. 4.).
Algunos recursos documentales pueden hallarse en diferentes repositorios, algunos de los cuales son:
1) Archivos Municipales o históricos: Correspondencia intercambiada por el clero con el Poder público. Decretos y ordenanzas promulgados en relación con el culto. Estadísticas generales. Expedientes sobre la construcción y mantenimiento de edificios; y sobre otros asuntos temporales.
2) Archivos parroquiales: Libros de Partidas de Bautismo, Matrimonios y Defunción (hasta 1889). Circulares y notas directivas enviadas por la Curia Eclesiástica. Libros de Fábrica. Libros de Autos de Visitas Episcopales (reservados para algunos años). Cartas pastorales de los obispos. Libros de actas y registros de las asociaciones piadosas parroquiales.
3) Archivos de las curias eclesiásticas de 9 de Julio, Mercedes, La Plata y Buenos Aires: Lamentablemente, el acervo archivístico que se hallaba en la arquidiócesis primada de Argentina sufrió una considerable e irreversible destrucción con ocasión de los disturbios de 1955.
Las congregaciones de Vida Religiosa, conservan también profusa documentación. Aunque, en casos particulares, la más antigua se halla en los archivos de comunidades donde residen las autoridades generales, provinciales, o sus respectivos consejos.
PLAN DE LA INVESTIGACION
La Historia de la Diócesis de 9 de Julio, cabe destacarlo, no se inicia en 1957, con la emisión de la Bula “Quandoquidem Adoranda” de Pío XII, por medio de la cual era erigida canónicamente, si bien este es el hito clave en su pretérito. La jurisdicción eclesiástica de estas Iglesia particular fue parte de las diócesis de Buenos Aires -elevada a arquidiócesis en 1865- hasta 1897 en que pasó a formar parte de la de La Plata -erigida canónicamente en 1897, por Bula “In Petri Cátedra”, de León XIII-; para luego, desde 1934 integrar la diócesis de Mercedes –creada por bula de Pío XI- hasta 1957. En consecuencia, no sería propio desestimar el rico pasado que se despliega desde la primera mitad del siglo XIX cuando eran fundados los pueblos de 25 de Mayo y Bragado y erigidas sus respectivas parroquias y vicarías.
Al respecto, en la “Historia” que ofrecemos se ha querido dividir el desarrollo narrativo en nueve ejes temáticos: a) Los orígenes previos a la fundación de la Diócesis: Buenos Aires, La Plata, Mercedes; b) La creación de la Diócesis de 9 de Julio (1957); c) La labor pastoral de monseñor Agustín Herrera (primer obispo de 9 de Julio); d) La labor pastoral de monseñor Antonio Quarraccino (segundo obispo de 9 de Julio); para luego retomar con: e) Misiones apostólicas en la Diócesis (siglos XIX y XX); f) Las parroquias y las instituciones de piedad (siglos XIX y XX); g) La Vida Consagrada en la Diócesis; h) La educación y el periodismo confesionales; y por último, i) Figuras destacadas en el clero, la vida religiosa y el laicado diocesano.
Este acercamiento a la Historia de la Diócesis de Santo Domingo de 9 de Julio que proponemos desde este espacio periodístico, tiene como alcance el período 1836 hasta 1968. El límite inferior obedece a la fundación del primer avance poblacional en la actual delimitación diocesana: El Cantón de Mulitas, establecido en noviembre de ese año en el actual partido de 25 de Mayo. Mientras que, el término superior (1968) ha sido seleccionado como tope para la indagación bibliográfica y documental.
Esta serie de crónicas que se publicaran en lo sucesivo son parte de una investigación iniciada a principios de 1997, en vísperas de conmemorarse el 40° aniversario de la creación de la Diócesis, como un proyecto del Archivo de Publicaciones Periodísticas “Esc. Ricardo Germán López”, del Diario EL 9 DE JULIO. Durante ese tiempo, quien llevó adelante la indagación documental, encontró la eficaz colaboración del entonces secretario-canciller de la curia eclesiástica de 9 de Julio, monseñor Alfredo I. Pironio, de feliz memoria, quien en muchas ocasiones prestó su tiempo a tomar apuntes de documentación relevante a los tópicos estudiados o para brindar asesoramiento al respecto.
BREVES CONSIDERACIONES ACERCA DEL ORDEN EPISCOPAL
Antes de adentrarnos en los aspectos atinentes a la creación de la Diócesis de 9 de Julio conviene referir, aunque brevemente, acerca del origen del Orden Episcopal; así como también, a su turno, sobre la organización de las diócesis en el pretérito de la Iglesia.
Siguiendo el mandato de Jesucristo –“vayan y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos […] y enseñándoles a cumplir todo lo que yo les he mandado” (Mt 28, 19-20)-, dos milenios atrás, milenios atrás, los Apóstoles fundaron las primeras comunidades, poniéndolas al frente de cristinos de reconocida moral (Cfr. 1 Tim 3, 1-7), a quienes llamaban “episkopos” y “presbyteros”. Al principio, según varios autores, parece que ambos términos eran empleados de manera indistinta; pero, progresivamente, cada uno adoptó su propia significación.
Los textos de Ignacio de Antioquia permiten advertir que, en Siria, por ejemplo, el “episkopo” (la palabra española “obispo”, deriva del latín “episcopus”, que tiene su origen en el griego “episkopo”, que significa “inspector, supervisor o vigilante”), se distinguía claramente del colegio de “presbyteros" (Cfr. L. Bouyer, “Diccionario de Teología”, Bacelona, Herder, 1973, pág. 478). Lo mismo se observa en los comentarios de Jerónimo y en algunos textos de Hipólito de Roma; donde aparecen incluso, en este último, rituales de consagración para el Orden del Episcopado.
León XIII, en su encíclica “Satis cognitum”, del 29 de julio de 1896, sostenía que “los Apóstoles consagraron a obispos y designaron normalmente a los que debían ser sucesores inmediatos… Pero no fue sólo esto: ordenaron a sus sucesores que escogieran hombres propios para esta función, y que le revistieran de la misma autoridad y les confiasen a su vez el cargo de enseñar”. La Segunda Carta a Timoteo (2, 1-2) nos acerca a esta idea.
Otras cartas del Nuevo Testamento identifican las cualidades que debían poseer los candidatos para la elección de obispos: Prudencia, justicia, moderación y liderazgo, pero con autoridad paternal. Otro aspecto importante debía ser la posesión de una “conciencia de presidir en virtud de una misión divina, con el cuidado, por tanto, de atenerse a la línea de la ‘tradición’” (B. Villegas, “Obispo”, artículo publicado en Alejandro Diez Macho et al (dir), “Enciclopedia de la Biblia”, Barcelona, Garriga, 1963, tomo V, pág. 579).
Con el correr de los siglos, la función del obispo fue adquiriendo la institución que, en mayor medida, poseerá hasta el Concilio Vaticano II y aún después. La concepción del Episcopado como una prolongación del Apostolado ha sido una de las ideas que, al respecto, se sostuvo a lo largo de los siglos. Ral como sugiera Werner Löser, el obispo es “el depositario y portador del ministerio supremo de la Iglesia, otorgado mediante consagración…”.
“En virtud –añade- de su pertenencia al colegio episcopal el obispo participa en la dirección de toda la Iglesia. Al mismo tiempo dirige la Iglesia local (obispado, diócesis) a la que es designado” (Wolfgang Beinert, “Diccionario de Teología Dogmática”, Barcelona, Herder, 1990, pág. 497).
El obispo posee una doble potestad: autoridad jurisdiccional particular y universal. En otras palabras, como lo había sostenido Bolgeni, en el siglo XVIII, “ser miembro del colegio episcopal da derecho a cada obispo a gobernar y administrar la Iglesia. Y este derecho de gobernar la Iglesia Universal [...], de cada obispo, [es distinto] de la jurisdicción sobre las diócesis y sobre sus fieles” (U. Domínguez del Vail, “Obispo y colegialidad episcopal, en el Concilio Vaticano I y en la tradición patriótica”, en “De doctrina Concilii Vaticani Primi”, Vaticano, Libreria Editrice, 1969, pág. 483).
El Orden sagrado confiere al obispo el oficio de santificar, enseñar y regir, que ejercita en comunión con el colegio episcopal y con el Pontífice Romano. Asismismo, “con la consagración episcopal se confiere la plenitud del sacramento del Orden” (Concilio Vaticano II, Constitución “Lumen Gentium”, cap. III, 21).
Como ha quedado claro, los obispos, nombrados por el Papa, son los sucesores legítimos de los apóstoles. Esta idea, que forma parte de la estructura dogmática de la Iglesia, se ha mantenido desde los orígenes mismos del cristianismo.
Hacia el siglo II, la figura del obispo aparecía instituía de una manera más clara para la generalidad de las comunidades, con supremacía sobre los presbíteros y los diáconos. De hecho, para entonces, existían ya varios casos de obispos monárquicos en las Iglesias particulares de Roma, Antioquia, Éfeso, Lyón, Alejandría, Esmirna y Atenas, entre otras; los cuales poseía derecho pleno para enseñar y consagrar.
Para algunos historiadores, el avance del gnosticismo entre las comunidades cristianas, desde el siglo anterior, había llevado a exaltar la autoridad de los obispos.
Según E. Jarry, profesor de Historia Medieval en el Instituto Católico de París, “contra los gnósticos todos los cristianos tenían el deber de unirse a su obispo y de obedecerle”. Para este autor, ante la expansión gnóstica, “la Iglesia Católica se sostenía gracias a sus obispos”.
De ese tiempo datan las notables predicaciones de Ireneo de Esmirna, obispo y filósofo, quien refutó los sistemas gnósticos y escribió la “Demostración de la predicación apostólica”, obra hallada recién en 1904.
Durante los siglos II y III los obispos fueron elegidos por las comunidades respectivas, con la anuencia de los obispos vecinos. Tanto en el Sínodo de Arles (del año 314), como en el Concilio de Nicea (del año 315, véase en este caso el canon 4), se pusieron el claro algunos principios fundamentales para la elección de los obispos. En esos figuraba, incluso, la disposición que indicaba que la consagración de éstos debía ser realizada por, al menos, otros dos o tres obispos.
Si bien parece haber estado claro, desde la antigüedad, el primado del Romano Pontífice sobre el resto de los obispos, éste fue tema de prolongados debates. Hay quienes tienen claro que el cisma de Oriente (del año 1054), los detonantes del cautiverio de Aviñón (1305) y las controversias galicanas fueron consecuencia, entre otros aspectos, del conflicto generado entre la autoridad del Papa y la jurisdicción de los obispos. El Concilio Vaticano I (1869-1870) habría buscado echar luz al respecto, pero su abrupta postergación sólo permitió ocuparse más ampliamente del primado de Roma (Véase Enrique Denzinger, “Enchiridion Symbolorum”, n° D-1821 y siguientes).
Respecto de la figura del obispo, el Concilio Plenario de América Latina –celebrado en Roma en 1899- la definía con una notoria claridad: “Así como el Romano Pontífice es el Maestro y Príncipe de la Iglesia universal, así los Obispos son rectores y jefes de aquellas Iglesias cuyo gobierno respectivo les ha sido encomendado”.
“Cada uno –prosigue el magisterio conciliar- en su propio territorio tiene el derecho de presidir, de corregir, y de decretar en general cuanto concierne a los intereses cristianos; pues son partícipes de la sagrada potestad que Cristo Nuestro Señor recibió del Padre y dejó a su Iglesia. Esta potestad ha sido conferida a los Obispos con gran provecho de aquellos sobre los cuales la ejercen; porque mira por su naturaleza a la edificación del Cuerpo de Cristo, y hace que cada Obispo, a guisa de eslabón, una a los cristianos que gobierna, entre sí mismos y con el Pontífice Máximo, como miembros con su cabeza, con la comunión de fe y caridad” (Cfr. Decretos del Concilio Plenario de América Latina, título II, capítulo I, n° 179).
LA ORGANIZACIÓN DIOCESANA
La organización de los territorios diocesanos, en al vida de la Iglesia, aparece en el siglo III. El punto de partida para ella, tal como lo explica el padre Bernardino Llorca, “fueron las poblaciones donde se establecieron las primeras iglesias”.
“Si estas ciudades .prosigue- eran bastante grandes, la comunidad cristina se dividía… El obispo era el jefe supremo de todas las iglesias titulares de una ciudad y de sus alrededores […], a lo cual se denominó ‘diócesis’”.
Si bien cada diócesis, en su organización y jerarquía, guardaba autonomía dentro de las Iglesia universal; aquellas se agruparon constituyendo “provincias eclesiásticas” (denominación que aún prevalece), que a su vez tenían su cabeza en una iglesia metropolitana, que muchas veces se hallaba ubicada en la ciudad capital de una región o en las urbes más importantes.
El canónigo Gustave Bardy, teólogo y doctor en Letras, refiere que, “frecuentemente, las diócesis se agrupan en jurisdicciones metropolitanas, bajo la dirección de un arzobispo cuyos privilegios son, sobre todo, de tipo honorífico”. A las diócesis, en su vínculo con la sede metropolitana, se las denomina “sufragáneas”.
FOTO: Monseñor Agustín Herrera, primer obispo de la Diócesis de 9 de Julio, durante una visita a la localidad de French (Partido de 9 de Julio, Provincia de Buenos Aires)
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